Permítanme comenzar
mi colaboración de hoy rememorando una atapa clave en la consolidación de nuestro sistema democrático, la Transición
Española, un periodo convulso en el que las manifestaciones,
contramanifestaciones y atentados terroristas de grupos extremistas de la
izquierda y de la derecha dieron paso al consenso con la legalización de los principales partidos políticos españoles. Un proceso que
finalizó con la legalización del PCE
tras la aceptación de su máximo dirigente, Santiago Carrillo, de la bandera
rojigualda, la bandera de España. Un gesto que representó el final del totalitarismo y el comienzo de
la democracia para todo un país fruto del sacrificio de todos los españoles.
Durante años, el
espíritu conciliador de aquellos demócratas acompañó la actuación
de los principales representantes políticos en la sociedad española. Un largo y
fructífero periodo de tiempo finiquitado
“ipso facto” desde el mismo instante en
que el progresismo sectario español comprobó apesadumbrado el final de unos privilegios amparados
exclusivamente en intereses partidistas
tras comprobar como los españoles otorgaban su confianza mayoritariamente a una formación
política que recogía un país despedazado consecuencia directa de años de corrupción para conducirlo por la senda del crecimiento económico.
La historia se repite
una vez más aunque, agravada la situación tras siete años de desgobierno progresista que ha situado al país al vagón de cola de todos los países
miembros de la Unión Europea, tras alcanzar el mayor índice de desempleo y la
más alta cuota de déficit público. La reacción del progresismo español a la
decisión mayoritaria de los españoles de otorgar su confianza al Partido
Popular no se ha hecho esperar y
aprovechando una sentencia unánime, contundente y clarificadora dictada por el
máximo órgano judicial, el Tribunal Supremo, arremeter vehementemente contra la
democracia española puesto que, cuestionar las instituciones democráticas del
Estado es cuestionar la misma democracia.
El juez Baltasar
Garzón ha sido juzgado en un proceso transparente, lleno de garantías a
diferencia de lo que él hizo con los imputados del caso Gürtel. La sala de lo
Penal del Alto Tribunal, por unanimidad, ha condenado al juez “estrella” a once
años de inhabilitación con la consiguiente
pérdida definitiva del cargo de juez por un delito de prevaricación,
conculcar el derecho fundamental a la defensa de los ciudadanos. Es la primera
ocasión en que se enjuicia un caso en el que se vulnera uno de los derechos
garantizados por nuestra Constitución.
Las duras críticas
vertidas en los últimos días contra la aplicación de la Ley a todos los
ciudadanos por igual ejercida por quienes son incapaces de aceptar una decisión
judicial cuando supuestamente ataca sus intereses muestra los verdaderos
sentimientos del progresismo sectario, el verdadero talante de una izquierda
española que no ha dudado incluso en
regocijarse del sufrimiento de millones de españoles.
Ahora, más que nunca, los demócratas debemos aunar esfuerzos en la
defensa de nuestro sistema democrático.
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